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VIII. Excluido de la revolución
La gente de Weichuang se fue tranquilizando a medida que pasaron los días. Había noticias de que, si bien los revolucionarios habían entrado a la ciudad, su llegada no había producido grandes cambios. El magistrado seguía en su antigua función, sólo que ahora su título era otro; y el señor licenciado del examen provincial también tenía un puesto (los aldeanos de Weichuang no sabían decir los títulos), una especie de cargo oficial; en tanto que el jefe de los militares era el mismo antiguo capitán. La única causa de alarma era los malos revolucionarios que alteraban el orden, pues habían comenzado a cortar las coletas del pueblo al día siguiente de su llegada. Se decía que Batelero-Siete-Libras, de la aldea vecina, había caído en sus manos y que ya no se veía presentable. Pero este terror no era grande, porque los aldeanos de Weichuang rara vez iban a la ciudad y si alguien había tenido la intención de hacerlo, cambió de idea para evitar los riesgos. A Q había estado pensando en ir a la ciudad a visitar a sus antiguas amistades, pero cuando oyó las noticias abandonó resignadamente su plan.
Sería erróneo, sin embargo, decir que no hubo reformas en Weichuang. En los días siguientes fue en aumento el número de personas que se enrollaban la coleta sobre la cabeza y —como ya se dijo— el primero en hacerlo fue, naturalmente, el bachiller; los siguientes fueron Chao Si-chen y Chao Bai-yan, y después A Q. Si hubiese sido verano, no habría parecido raro que todo el mundo se enrollara la coleta sobre la cabeza o se hiciera un nudo en la trenza; pero se estaba a finales del otoño, de modo que esa práctica otoñal de una costumbre de verano puede considerarse como una decisión heroica. Por tanto, en lo que se refiere a Weichuang, es imposible decir que haya ignorado las reformas.
Cuando Chao Si-chen apareció con la nuca desnuda, la gente dijo:
—¡Ah! Aquí viene un revolucionario.
Cuando A Q oyó aquello sintió envidia. Aunque hacía bastante tiempo que había oído decir que el bachiller se enrollaba la trenza sobre la cabeza, nunca se le había ocurrido que él pudiera hacer lo mismo; pero al ver que Chao Si-chen seguía el ejemplo, decidió copiarlos. Empleó un palillo de bambú para enrollar su trenza y, tras algunas vacilaciones, logró reunir valor suficiente para salir.
Al caminar por la calle, la gente lo miraba, pero nadie decía nada. Al comienzo, A Q estuvo disgustado y, al final, muy resentido. En los últimos días se irritaba con mucha facilidad. Aunque en realidad su vida no era más difícil que antes de la revolución y la gente lo trataba con cortesía y los comerciantes ya no le exigían el pago al contado, A Q aún se sentía frustrado. Puesto que había estallado la revolución, debería significar más que esto. Y entonces vio a Pequeño D y su visión hizo hervir la caldera de su cólera.
Pequeño D también se había enrollado la coleta sobre la cabeza y, lo que es más, también había empleado un palillo de bambú para sujetársela. A Q jamás hubiera imaginado que Pequeño D tuviera tal coraje. ¡Por cierto que no lo toleraría! ¿Quién era Pequeño D? Se sintió tentado de agarrarlo, quebrarle el palillo de bambú, soltarle la trenza y darle varias bofetadas para castigarlo por haber olvidado su lugar y tener la osadía de presumir de revolucionario. Pero, al fin, lo absolvió; sólo lo miró furiosa y fijamente, escupió y dijo:
—¡Puah!
El único que había ido a la ciudad recientemente era Falso Demonio Extranjero. El bachiller de la familia Chao había pensado emplear los baúles en depósito como pretexto para ir a visitar al señor licenciado del examen provincial, pero debido al temor a que le cortaran la trenza, había desistido. Había escrito una carta sumamente formal y pedido a Falso Demonio Extranjero que la llevara a la ciudad; también le había pedido que lo presentara en el Partido de la Libertad. Cuando Falso Demonio Extranjero regresó, le pidió cuatro monedas de plata al bachiller, tras lo cual éste empezó a llevar una insignia con un melocotón de plata en el pecho. Los habitantes de Weichuang se quedaron boquiabiertos y dijeron que ése era el símbolo del Partido del Aceite de Caqui*, equivalente al rango hanlin**. Como resultado de todo ello, el prestigio del señor Chao aumentó súbitamente, mucho más que cuando su hijo rindió los exámenes oficiales de bachillerato; en consecuencia, comenzó a mirar en menos a todo el mundo y, cuando vio a A Q, quiso ignorarlo.
*El nombre del Partido de la Libertad se pronunciaba en chino Ziyou Dang. Los campesinos, al no entender la palabra Libertad, cambiaban Ziyou por Shiyou, que significa aceite de caqui.
** El más alto grado literario en la dinastía Ching (1644-1911).
A Q estaba muy descontento y solía sentirse tratado con menosprecio, pero en cuanto oyó lo del melocotón de plata, comprendió inmediatamente por qué había quedado a la intemperie. Decir simplemente que se había pasado a los revolucionarios no significaba tomar parte en la revolución; tampoco era suficiente enrollarse la trenza en la coronilla; lo más importante era ponerse en contacto con el partido revolucionario. En toda su vida sólo había conocido a dos revolucionarios, uno de los cuales ya había perdido la cabeza en la ciudad; quedaba sólo Falso Demonio Extranjero. No podía hacer otra cosa que ir a hablar con éste.
El portón delantero de la casa de los Chian estaba abierto y A Q se deslizó dentro tímidamente. Una vez en el interior, se sobresaltó, porque allí estaba Falso Demonio Extranjero, en medio del patio, completamente vestido de negro —sin duda un traje ex-tranjero— y también con un melocotón de plata. Tenía en la mano el palo que A Q ya conocía a su pesar, y el pie, o más, de cabello que se había destrenzado caía sobre sus hombros, desmadejado como el del Santo Liu Hai. De pie a su lado, estaban Chao Bai-yan y otros tres, escuchando con máxima deferencia lo que decía.
A Q se acercó de puntillas y se detuvo detrás de Chao Bai-yan, con la intención de saludar, pero sin saber qué decir. Era obvio que no podía llamarlo Falso Demonio Extranjero, ni «Extranjero», ni «Revolucionario»; tal vez lo mejor fuera llamarlo «Señor Extranjero».
Pero el Señor Extranjero no lo había visto, porque estaba hablando con los ojos al cielo, en forma muy animada:
—Yo soy una persona impulsiva, de modo que cuando nos encontramos, continué diciendo: «Hermano Hong, pongamos manos a la obra». Pero él contestaba siempre «¡Nein!» (Esta es una palabra extranjera que ustedes no conocen.) Si no, hace mucho tiempo que habríamos triunfado. Sin embargo, éste es un ejemplo de lo prudente que es. Me pidió repetidas veces que fuera a la provincia de Jubei; yo no quise. ¿Quién va a querer trabajar en esa cabeza de distrito tan insignificante?...
—Oh... Hem... —A Q esperó a que hiciera una pausa y reunió todo su valor para hablar; pero, por una u otra razón, no lo llamó Señor Extranjero.
Los cuatro hombres que habían estado escuchando al señor Chian se sobresaltaron y se volvieron para mirar a A Q. El Señor Extranjero lo vio también entonces por primera vez.
—¿Qué?
—Yo...
—¡Fuera!
—Quiero unirme...
—¡Fuera! —dijo el Señor Extranjero alzando el «bastón de duelo».
Chao Bai-yan y los otros gritaron al unísono:
—El señor Chian te dice que salgas, ¿no lo oyes?
A Q levantó las manos para proteger su cabeza y huyó sin pensárselo dos veces; y esta vez el Señor Extranjero no le dio caza. Después de correr más de sesenta pasos, comenzó a reducir la velocidad y entonces se sintió muy descorazonado porque, si el Señor Extranjero no le permitía hacerse revolucionario, no había salida para él. En el futuro no podía esperar que nadie con casco y armadura blancos fuera a buscarlo. Su aspiración, su objetivo, su esperanza y su futuro habían sido aplastados de un solo golpe. El hecho de que la noticia de su desgracia se divulgara y se convirtiera en el hazmerreír de prójimos como Pequeño D y Bigotes Wang era de importancia secundaria.
Creía no haberse sentido nunca tan apático. Aun el haberse enrollado la trenza en la coronilla le parecía sin sentido y hasta ridículo. A manera de venganza estuvo tentado de dejarse colgar la trenza de nuevo, pero no lo hizo. Anduvo vagando hasta el anochecer y, después de ordenar dos tazones de vino a crédito y bebérselos, comenzó a sentirse mejor y ante sus ojos aparecieron visiones fragmentarias de cascos y armaduras blancos.
Erró todo el día, como era su costumbre, hasta tarde en la noche. Tan sólo cuando la taberna estaba a punto de cerrar, inició el regreso al Templo de los Dioses Tutelares.
—¡Bang!... ¡Pafff!
Un ruido desusado llegó a sus oídos; no podía ser de petardos. Siempre le había gustado la excitación y meter la nariz en asuntos ajenos, de modo que comenzó a buscar la causa del ruido en la oscuridad. Le pareció oír pasos delante y se puso a escuchar. De súbito un hombre corrió en dirección contraria a la suya. En cuanto A Q lo vio se volvió y empezó a seguirlo tan rápido como podía. Cuando el hombre volvía una esquina, A Q también hacía lo mismo, y cuando el desconocido se detuvo, A Q se detuvo igualmente. No había nadie más detrás; aquel hombre era Pequeño D.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó A Q, resentido.
—Chao... la familia Chao ha sido saqueada —jadeó Pequeño D.
El corazón de A Q dio un brinco. Después de decir lo anterior, Pequeño D se alejó. A Q siguió corriendo, deteniéndose dos o tres veces. Pero como él también había pertenecido al oficio, se sintió extraordinariamente valiente y se atrevió a abandonar el refugio de una esquina y allí se puso a escuchar con detenimiento. Le pareció oír gritos. Miró también con toda atención y creyó ver a un grupo de hombres con casco y armadura blancos, llevando cofres, muebles; llevándose hasta el lecho de Ningbo de la mujer del bachiller; no pudo sin embargo verlo todo con mucha claridad. Quiso aproximarse, pero sus pies habían echado raíces en el suelo.
No había luna aquella noche y Weichuang estaba silencioso y quieto en medio de una oscuridad completa, tan quieto como en los apacibles días del antiguo Emperador Fusi. A Q estuvo allí hasta que perdió el interés al notar que todo parecía igual que antes. A la distancia había gentes moviéndose de allá para acá, llevando cofres, muebles y hasta la cama de Ningbo de la mujer del bachiller... trasportando y trasportando hasta hacerlo dudar de sus propios ojos. Pero A Q decidió no acercarse y regresó a su Templo.
Estaba aún más oscuro en el Templo de los Dioses Tutelares. Después de cerrar la gran puerta, entró a tientas en su cuarto, y sólo cuando hubo descansado un buen rato encontró la calma suficiente para pensar en las consecuencias que tendría para él todo aquel asunto. Indudablemente, habían llegado los hombres de casco y armadura blancos, pero no habían venido a visitarlo; habían sacado muchas cosas, pero a él no le había tocado su parte... Esto era culpa de Falso Demonio Extranjero, que lo había dejado fuera de la rebelión. De otro modo, ¿cómo no iba a tener participación?
Mientras más pensaba, más furioso se ponía, hasta llegar al paroxismo de la ira; moviendo maliciosamente la cabeza, exclamó:
—¡De modo que no hay rebelión conmigo!, ¿eh? Todo para ti, ¿eh? Tú, hijo de perra, Falso Demonio Extranjero... Está bien: ¡quédate con tu rebelión! El castigo de los rebeldes es la decapitación. Tendré que convertirme en delator para ver cómo te llevan a la ciudad, para cortarte la cabeza... a ti y a toda tu familia... ¡Mata, mata!
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