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EL ASESINO VAMPIRO
Russ Vorpagel era una leyenda en el FBI. Medía 1,93 metros, pesaba 119 kilos, había sido detective de homicidios en Milwaukee, tenía una licenciatura en derecho y era experto en crímenes sexuales y desactivación de bombas. Como coordinador de la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI en Sacramento, viajaba a lo largo y ancho de la Costa Oeste impartiendo clases sobre crímenes sexuales en los departamentos de la policía local. Gozaba de gran credibilidad para hacerlo, ya que los policías y sheriffs apreciaban sus extensos conocimientos.
Un lunes por la noche, el 23 de enero de 1978, aquella confianza que las policías locales tenían en Vorpagel hizo que recibiera una llamada desde una pequeña comisaría al norte de Sacramento. Se había producido un horrible asesinato en el que lo que se le había hecho a la víctima superaba con creces lo normal. Tras terminar el trabajo, sobre las seis de la tarde de aquel 23 de enero, David Wallin, de 24 años, conductor de furgoneta de lavandería, había vuelto a la modesta casa que tenía alquilada en los suburbios y halló a su mujer Terry, de 22 años y embarazada de tres meses, muerta en el dormitorio, con el abdomen acuchillado. Corrió gritando a casa de un vecino, que llamó a la policía. Wallin estaba tan alterado que, cuando las autoridades llegaron, no pudo decirles nada. El primer policía en entrar, un ayudante de sheriff, se quedó igualmente horrorizado. Más tarde diría que la carnicería que vio le causó pesadillas durante meses.
En cuanto la policía vio la escena, llamaron a Russ y éste, a su vez, me llamó a mí a la Academia del FBI en Quantico. Aunque el asesinato me trastornó bastante, también despertó en mí un gran interés porque parecía que este caso permitiría el uso de las técnicas del perfil psicológico para atrapar a un asesino nada más iniciada su carrera homicida. La mayoría de casos que llegaban a la Unidad de Ciencias de la Conducta (UCC) eran antiguos. El de Sacramento, en cambio, era de lo más reciente.
Los periódicos del día siguiente informaron de que, al parecer, Terry Wallin había sido atacada en el salón de su casa cuando se disponía a sacar la basura. Había señales de una pelea que iban desde la puerta de entrada hasta el dormitorio y se encontraron dos casquillos de bala. La mujer fallecida llevaba una sudadera de tipo suéter y unos pantalones; la sudadera, el sujetador y los pantalones le habían sido arrancados y tenía el abdomen acuchillado. Los policías que estaban presentes en la escena del crimen dijeron a los periodistas que no podían determinar el motivo del crimen y que se había descartado el robo como móvil porque no había desaparecido nada.
De hecho, las circunstancias eran mucho peores, pero Russ me dijo que no se habían revelado al público para que no cundiera el pánico. Mucha gente cree que los policías son personas bastante duras y crueles a las que les gusta restregar la basura en la cara de los contribuyentes para que sepan a lo que tienen que enfrentarse cada día. Pues en este caso, no; algunos detalles no se difundieron con tal de ahorrarle al público agonía y miedo innecesarios.
Había también otra razón para no decirlo todo: se querían mantener ocultos determinados datos que sólo el asesino podía conocer, datos que más adelante podrían resultar útiles durante el interrogatorio de un sospechoso. Lo que el público no llegó a saber fue lo siguiente: la herida principal era un tajo que iba desde el tórax hasta el ombligo; de dicho corte salían trozos del intestino y se habían extirpado varios órganos internos. Algunas partes del cuerpo habían desaparecido. Había heridas punzantes en el pecho izquierdo de la víctima y parecía que el asesino removió un poco el cuchillo dentro de esas heridas. La víctima tenía heces animales introducidas en la boca. Al parecer, alguien había recolectado y bebido parte de la sangre de la víctima.
La policía local estaba horrorizada y desorientada. Russ Vorpagel también estaba alarmado porque, gracias a sus conocimientos sobre los homicidios sexuales, tenía claro —al igual que yo— que había que actuar deprisa, ya que existía un gran peligro de que el asesino de Terry Wallin volviera a matar. El alto nivel de violencia, reflejado en la terrorífica escena del crimen, lo hacía casi seguro. Un asesino así no se iba a conformar con un solo asesinato. Podría seguir toda una cadena de asesinatos. Estaba previsto que yo viajara a la Costa Oeste el lunes siguiente para dar una de nuestras clases itinerantes e hicimos arreglos para que pudiera llegar el viernes anterior (pero con el mismo coste para el contribuyente) y ayudar a Russ a analizar este crimen. Sería la primera vez que yo elaboraría un perfil in situ y me hacía ilusión. Sin embargo, Russ y yo estábamos tan convencidos de que el asesino volvería a matar que no aguardamos a que yo llegara, sino que ya nos pusimos a escribirnos por teletipo, y elaboré un perfil preliminar del probable agresor. Por aquel entonces, la confección de perfiles criminales era una ciencia (o arte) relativamente joven, una forma de deducir la descripción de un delincuente desconocido basándose en la evaluación de pequeños detalles de la escena del crimen, la víctima y otros indicios.
Éstas son las notas originales (y no gramaticalmente correctas del todo) que escribí para realizar el perfil preliminar del probable autor de este horrendo crimen:
Varón blanco, entre 25-27 años; delgado, de aspecto desnutrido. Su casa estará muy descuidada y desordenada y habrá pruebas del crimen en ella. Historial de enfermedad mental, consumo de drogas. Será un solitario que no se asocia con hombres ni mujeres, probablemente pasa mucho tiempo en casa, donde vive solo. Desempleado. Puede que perciba algún subsidio por discapacidad. Si convive con alguien, será con sus padres; pero es poco probable. Sin antecedentes militares; no ha terminado los estudios de bachillerato o de universidad. Probablemente sufre de una o varias formas de psicosis paranoide.
Tenía muchas razones para hacer esa descripción tan detallada del probable autor. Aunque las técnicas para elaborar un perfil todavía estaban en mantillas, habíamos revisado suficientes casos de asesinato como para saber que los homicidios sexuales —y éste encajaba en esta categoría, aunque no hubiera indicios de actos sexuales en la escena del crimen— normalmente son cosa de hombres y suelen ser intrarraciales, es decir, blancos contra blancos o negros contra negros. La mayoría de los asesinos sexuales son varones blancos de entre 20 y 39 años; este simple hecho nos permite eliminar grandes segmentos de la población en la primera evaluación de la identidad del autor. Al tratarse de una zona residencial blanca, estaba todavía más seguro de que el asesino era un varón blanco.
Después conjeturé siguiendo la línea divisoria que empezábamos a formular en la UCC, entre, por un lado, los asesinos que muestran cierta lógica en lo que hacen y, por otro, los asesinos cuyos procesos mentales, siguiendo las pautas normales, no son aparentemente lógicos. En otras palabras, los criminales «organizados» versus los «desorganizados». Cuando vi las fotos de la escena del crimen y los informes policiales, tuve claro que este crimen no lo había cometido un asesino «organizado» que acechaba a sus víctimas, perpetraba sus crímenes metódicamente y se esforzaba por no dejar pistas sobre su identidad. No, la escena del crimen indicaba claramente que se trataba de un asesino «desorganizado», alguien que tenía una enfermedad mental seria y totalmente desarrollada. Nadie se vuelve tan loco como el hombre que destrozó el cuerpo de Terry Wallin de un día para otro; hacen falta entre ocho y diez años para desarrollar una psicosis tan profunda como la que se expresó en este asesinato aparentemente sin sentido. La esquizofrenia paranoide suele manifestarse por primera vez en la adolescencia. Si suponemos, pues, que la enfermedad se inició a los 15 años y añadimos 10 más, entonces el asesino probablemente tenía alrededor de 25 años. No pensé que fuera mucho mayor por dos razones. Primero, la mayoría de los asesinos sexuales tienen menos de 35 años. Segundo, si ya tuviera alrededor de 30 años, su enfermedad habría sido tan fuerte que ya habría cometido una serie de asesinatos extraños no resueltos. No se había informado de nada tan salvaje como esto en ninguna localidad cercana y la ausencia de otros homicidios destacables apuntaba a que el asesinato de Terry Wallin era el primero cometido por este individuo, que probablemente no había quitado ninguna vida humana antes. El resto de los detalles sobre su aspecto físico eran la consecuencia lógica de mi conjetura de que era un esquizofrénico paranoide y de mis estudios de psicología.
Pensaba, por ejemplo, que el asesino sería delgado. Me basé para ello en los estudios del Dr. Ernest Kretchmer de Alemania y el Dr. William Sheldon de la Universidad de Columbia, quienes estudiaron los biotipos. Los dos creían que había una alta correlación entre la constitución física y el temperamento. Según Kretchmer, los hombres de constitución delgada (los asténicos) tendían hacia las formas introvertidas de esquizofrenia; las categorías de Sheldon eran similares y pensé que, siguiendo su clasificación, el asesino sería ectomorfo. A los psicólogos actuales no les gustan estas teorías sobre biotipos y somatotipos —tienen más de 50 años— pero mi experiencia es que la mayoría de las veces resultan ser correctas, por lo menos cuando se pretende sugerir el tipo de constitución probable de un asesino en serie psicopático.
Así que ésas fueron mis razones para pensar que el asesino tenía que ser un tipo delgado, si no escuálido. Era pura lógica. Los esquizofrénicos introvertidos no comen bien, no piensan en la nutrición y se saltan comidas. Tampoco prestan mucha atención a su aspecto y no les importa el aseo ni la elegancia. Nadie querría vivir con una persona así, por lo que el asesino tenía que ser soltero a la fuerza. Este razonamiento también me permitía postular que su vivienda estaría hecha un desastre y que no había estado en el ejército, ya que nunca habrían aceptado a una persona tan trastornada como recluta. Del mismo modo, no habría sido capaz de terminar sus estudios universitarios, aunque sí podía haber acabado el bachillerato antes de desmoronarse. Era un individuo introvertido con problemas que se remontaban a la pubescencia. Su empleo, si es que tenía uno, sería de baja categoría, quizá como conserje o barrendero; era demasiado introvertido incluso para realizar las tareas de repartidor. Lo más probable era que fuera un hombre solitario que vivía de un subsidio por discapacidad.
No incluí en el perfil todo lo que opinaba, pero sí creí que, si el asesino tenía coche, el vehículo también estaría hecho un desastre, con envases de comida rápida en la parte de atrás, óxido por todas partes y un aspecto parecido a lo que yo esperaba encontrar en su domicilio. También creí que probablemente vivía en la misma zona que la víctima porque debía estar demasiado trastornado como para desplazarse en coche, cometer un crimen tan horrendo y luego volver a casa con éxito. Muy probablemente se había desplazado andando. Conjeturé que había salido de una institución psiquiátrica recientemente, hacía no más de un año, y que su conducta violenta era el resultado de una larga escalada.
Russ llevó este perfil a varias comisarías de la zona y empezaron a recorrer las calles en busca de sospechosos. Varias docenas de policías fueron de puerta en puerta, hablaron con la gente por teléfono, etc. Los medios de comunicación dedicaron mucha atención al caso y se centraron en dos cuestiones: ¿quién había matado a esta mujer? y —todavía más enigmático— ¿por qué?
A lo largo de las siguientes 48 horas más detalles del crimen fueron viendo la luz. Sacramento es la capital de California; Terry Wallin había sido funcionaria y tenía el día libre. Aquella mañana de lunes, había hecho efectivo un talón en un centro comercial muy cercano a su domicilio y se especulaba con que el asesino la había observado y seguido a casa. La madre de Terry la había llamado a la una y media del mediodía y nadie había contestado; la oficina del forense decía que Terry había sido asesinada antes de aquella hora. Esta oficina también opinaba que algunas de las heridas punzantes le habían sido infligidas antes de su muerte, pero este dato no fue revelado al público. A través de los medios de comunicación, los investigadores encargados del caso hicieron correr la noticia de que el asesino probablemente se manchó la ropa de sangre y pidieron que, si alguien había visto a un hombre con sangre en la camisa, llamara a un número de teléfono especial.
El jueves siguiente, la zona norte de Sacramento fue sacudida por la noticia de que se habían producido más asesinatos espeluznantes. Alrededor de las doce y media de la noche, un vecino descubrió tres cuerpos en una casa que estaba a menos de una milla de distancia de la de los Wallin. Los muertos eran Evelyn Miroth, de 36 años, su hijo Jason, de seis años, y Daniel J. Meredith, de 52 años, un amigo de la familia. Además, el sobrino de Evelyn, Michael Ferreira, de 22 meses, había desaparecido, supuestamente secuestrado por el asesino. Todos habían sido asesinados a disparos y a Evelyn Miroth la habían acuchillado de un modo similar a Terry Wallin. El asesino parecía haber cogido la ranchera roja de Meredith para escapar, vehículo que fue encontrado abandonado cerca de la escena del crimen. Una vez más, no había motivo aparente para el crimen. Se informó de que la casa no había sido saqueada. Evelyn Miroth había sido la madre divorciada de tres hijos: uno vivía con su ex marido y el otro estaba en la escuela cuando la matanza tuvo lugar.
Los periódicos publicaban una cita del sheriff Duane Low en la que indicaba que los asesinatos eran «los más extraños, grotescos y sin sentido que he visto en 28 años» y que le habían «perturbado profundamente». Evelyn Miroth había hecho de canguro en el vecindario y muchos de los niños y sus madres la conocían bien; otros niños habían ido a la escuela con su hijo de seis años. Nadie podía imaginar por qué alguien había querido matarlos. Una vecina que se había llevado bien con la difunta dijo a un periodista que tenía ganas de llorar, «pero también tengo miedo. Ha sido muy muy cerca». Los vecinos veían las noticias locales en la televisión para enterarse al máximo de todos los detalles posibles y salían de sus casas para formar grupos en la calle y hablar sobre lo sucedido. La niebla de la noche, la presencia de coches policiales y ambulancias y la noticia de que se habían cometido asesinatos, generaron una sensación de inquietud en muchas personas. Aunque la prensa hablaba de disparos, no había nadie que hubiera oído nada.
La gente tenía miedo. La policía intentaba evitar la histeria entre la población, pero se habían filtrado suficientes datos como para que todo el mundo cerrara la puerta con doble llave y bajara las persianas; algunos incluso cargaban sus coches, rancheras o furgonetas y se marchaban.
Russ Vorpagel me llamó nada más enterarse de los hechos. Estábamos alarmados, por supuesto, pero, como profesionales, teníamos que dejar de lado nuestro horror, descifrar el rompecabezas y, además, hacerlo ya. Desde el punto de vista del que tiene que analizar escenas de crimen, el segundo grupo de asesinatos proporcionaba importantes y novedosos datos y confirmaba lo que ya creíamos saber sobre el culpable. En este segundo crimen —al igual que en el anterior, la policía no difundió estos datos al principio— el varón y el chico habían muerto por disparos pero no habían sufrido abuso sexual. Las llaves del coche de Meredith y su cartera habían desaparecido. En cambio, Evelyn Miroth había sufrido un ataque aún peor que el de la primera víctima. Fue encontrada desnuda en el borde de una cama, con un disparo en la cabeza y dos cortes abdominales en forma de aspa por los que sus intestinos sobresalían. Sus órganos internos habían sido seccionados y su cuerpo presentaba múltiples heridas producidas con arma punzante, incluidos cortes en la cara y en la región anal. Una muestra indicó la presencia de una cantidad considerable de esperma en el ano. En el parque infantil en el que normalmente se quedaba el bebé cuando venía de visita se encontraron una almohada empapada de sangre y una bala. La bañera contenía agua de color rojo, así como tejido cerebral y heces. Parecía que alguien había bebido sangre allí. Otro dato importante era que la ranchera robada fue encontrada cerca, con la puerta abierta y las llaves todavía puestas. No había rastro del bebé, pero la policía estaba bastante segura por la cantidad de sangre hallada en el parque infantil de que ya no estaba vivo.
Utilizando esta información y teniendo presente que era un asunto urgente porque el asesino volvería a matar con toda seguridad y, además, lo haría pronto, ajusté el perfil que había elaborado hacía sólo un par de días. El vínculo sexual entre los crímenes había quedado más claro. Aumentaba el número de víctimas en una sola escena de crimen. Había una escalada en la violencia. Yo estaba más convencido que nunca de que el asesino era un varón joven, con una grave enfermedad mental, que había acudido a la escena del crimen caminando, y luego se había ido de la misma forma del lugar en el que había dejado el coche. El perfil revisado, basado en estas convicciones, decía que el sospechoso era un «soltero que vive solo a una distancia de entre media milla y una milla de la ranchera abandonada». Para mí, el asesino estaba tan trastornado que no pensaba siquiera en ocultar nada y probablemente había aparcado el coche justo al lado de su propio domicilio. También resalté que tendría un aspecto descuidado y desmelenado y que su vivienda estaría desordenada.
Le dije a Russ que, antes de empezar a matar, probablemente había cometido robos fetichistas en la zona y que, una vez detenido el culpable, podríamos remontar sus crímenes y problemas hasta su infancia. Un robo fetichista es un robo en el que los objetos sustraídos o usados son prendas femeninas en vez de joyas u otros objetos de valor comercializables; muchas veces, el ladrón roba los objetos con el fin de usarlos para su autoestimulación sexual.
Con este nuevo perfil en la mano, más de 65 policías salieron a la calle, concentrándose en todo lo que había en un radio de media milla del coche abandonado. Fue una increíble caza de hombre. Se preguntó a la gente en los pisos, en las casas y en la calle si habían visto un hombre relativamente joven que pareciera muy descuidado y delgado. La búsqueda se restringió todavía más cuando la policía fue informada de que habían disparado y destripado a un perro en un club de campo cerca de donde había aparecido el coche abandonado.
La policía halló a dos personas que creían haber visto a alguien conduciendo el coche por la zona, pero sólo pudieron recordar que el conductor era un varón blanco, incluso bajo hipnosis. La pista más prometedora la aportó una mujer de unos 28 o 29 años que se había encontrado con un hombre joven, al que conocía de cuando estaba en secundaria, en un centro comercial cerca del lugar del primer asesinato, una o dos horas antes de los hechos. Se había quedado consternada ante el aspecto que presentaba el chico —desmelenado, delgado como un cadáver, con una sudadera ensangrentada, costras amarillentas alrededor de la boca, ojos hundidos—, y cuando él intentó entablar una conversación con ella y tiró de la manecilla de la puerta de su coche, arrancó y se alejó. Cuando la policía avisó a la gente de la zona para que buscara a un hombre con sangre en la camisa, contactó con las autoridades y dijo que el hombre se llamaba Richard Trenton Chase y se había graduado en la misma escuela secundaria que ella en 1968.
Para entonces ya era sábado. La policía averiguó que Richard Trenton Chase vivía a menos de una manzana del coche abandonado, una milla al norte del club de campo y una milla al este del centro comercial. Vigilaron la zona alrededor de su domicilio y esperaron a que saliera. En ese momento, Chase sólo era uno de entre media docena de posibles sospechosos. No contestó a las llamadas telefónicas y a última hora de la tarde los policías decidieron usar una estratagema para intentar que saliera. Sabían que el asesino poseía un revólver del calibre 22 y que no tenía reparos en matar, por lo que obraron con cautela. Un policía fue a ver al administrador de la finca, fingiendo que quería utilizar el teléfono, mientras el otro se alejó andando. Momentos más tarde, Chase apareció en la puerta de entrada de su casa con una caja bajo el brazo y empezó a correr hacia su furgoneta.
En cuanto echó a correr, los policías sabían que era el hombre que buscaban e intentaron atraparlo. Durante el forcejeo, un revólver cayó de la funda sobaquera que Chase llevaba. Cuando ya lo tenían agarrado, intentó ocultar lo que tenía en el bolsillo trasero del pantalón: la cartera de Daniel Meredith. La caja que llevaba estaba llena de trapos ensangrentados. Cerca de su casa estaba aparcada su furgoneta, que tenía una docena de años y se encontraba en malas condiciones, con periódicos viejos, latas de cerveza, cartones de leche y trapos esparcidos en su interior. También había una caja de herramientas cerrada con llave y un cuchillo de carnicero de 30 centímetros, así como unas botas de caucho manchadas con lo que parecía ser sangre. En su domicilio —que estaba de lo más desordenado— se encontraron algunos collares de animales, tres licuadoras con sangre y artículos de periódico sobre el primer asesinato. Había ropa sucia esparcida por toda la casa, alguna ensangrentada. En el frigorífico había varios platos con trozos de cuerpos humanos y un contenedor con tejido cerebral humano. Un cajón de la cocina contenía varios cuchillos que provenían de la casa de los Wallin. En la pared había un calendario con la inscripción «Hoy» en las fechas en que se produjeron los asesinatos en casa de los Wallin y los Miroth-Meredith; la misma inscripción estaba en 44 fechas más, repartidas por todo el año 1978. ¿Habría cometido 44 asesinatos más? Afortunadamente, nunca lo sabremos.
La policía sintió un gran alivio al atrapar al culpable —no cabía ni la menor duda de que Chase era el asesino, dadas las pruebas que llevaba encima y las descripciones en las que encajaba—. Todo el mundo estaba agradecido al FBI y apreciaba la ayuda del perfil elaborado. Algunos incluso dirían más tarde que lo que atrapó al asesino fue el perfil. Eso, por supuesto, no era verdad. Nunca es verdad. Los perfiles no atrapan a los asesinos; quienes los atrapan son los policías que trabajan al pie de cañón, muchas veces a fuerza de perseverar tenazmente, con la ayuda de ciudadanos normales y corrientes y, desde luego, con un poco de suerte. Mi perfil fue una herramienta de investigación que en este caso ayudó a restringir mucho la búsqueda de un asesino peligroso. ¿Que si mi trabajo ayudó a atrapar a Chase? Desde luego, y estoy muy orgulloso de ello. Pero ¿lo atrapé yo mismo? No.
El hecho de que Chase encajara como un guante en el perfil que yo había elaborado con Russ Vorpagel fue gratificante por dos motivos. Primero, porque ayudó a detener a un asesino violento que, sin lugar a dudas, habría seguido matando. Segundo, porque cuando el asesino encajó en el perfil, aquello nos proporcionó a los de UCC más información sobre el modo de evaluar futuras escenas de crimen e identificar las señales características que los asesinos dejan tras de sí; resumiendo, nos ayudó a seguir refinando el arte (y sí, quiero decir arte, porque no se podía calificar de ciencia todavía) de elaborar perfiles.
En los días y meses siguientes a la detención de Chase, seguí muy de cerca toda la información que iba saliendo sobre este extraño hombre. Casi en seguida fue conectado con un asesinato no resuelto que había ocurrido en diciembre, no muy lejos de donde tuvieron lugar los otros dos crímenes. Resultó que me había equivocado respecto a Terry Wallin: no era la primera víctima, sino la segunda. El 28 de diciembre de 1977, el señor Ambrose Griffin y su mujer habían vuelto a casa del supermercado y estaban trasladando las compras del coche al interior de su casa. Chase pasó en su furgoneta y efectuó dos disparos, uno de los cuales alcanzó a Griffin en el pecho, matándolo. Las pruebas balísticas realizadas del revólver del 22 de Chase después de los dos asesinatos mostraron que la bala que mató a Griffin provenía de ese mismo revólver.
Chase también se ajustaba a la descripción del agresor desconocido que cometió algunos robos fetichistas en la zona anteriormente y fue también señalado como el probable secuestrador de gran número de perros y gatos. En su casa se encontraron varios collares y correas de perros que correspondían a los animales desaparecidos en el área. Chase probablemente sacrificó esos perros y gatos para sus extraños fines; puede que incluso bebiera su sangre, aunque nunca pudimos constatarlo con seguridad.
Diversas búsquedas por ordenador revelaron que, a mediados de 1977, tuvo lugar un incidente en la zona del Lago Tahoe, cuando un policía indio de una reserva interceptó y detuvo a un hombre con la ropa ensangrentada y en cuyo coche había armas de fuego y un cubo con sangre; era Chase. En aquella ocasión se libró porque la sangre era bovina. Pagó una multa y justificó la presencia de la sangre en su ropa diciendo que había estado cazando conejos.
A medida que los periodistas y el equipo jurídico iban entrevistando a personas que lo habían conocido y conforme iban descubriendo informes sobre Chase, toda su penosa historia salió a la luz. Chase nació en 1950 en una familia de ingresos medios y fue considerado como un hijo dulce y cooperador. A los ocho años se meaba en la cama, pero no lo hizo por mucho tiempo. Al parecer, sus problemas comenzaron de verdad cuando tenía unos doce años, cuando sus padres empezaron a pelearse en casa. Su madre acusaba a su padre de serle infiel, de envenenarla y de consumir drogas. Cuando se entrevistó al padre, dijo que su hijo debió de haber escuchado aquellas acusaciones y discusiones. Más tarde, un equipo de psicólogos y psiquiatras entrevistó a la familia y calificaron a la Sra. Chase como la madre clásica de un esquizofrénico, «altamente agresiva... hostil... provocadora». Las discusiones entre los dos continuaron durante casi diez años y al final se divorciaron y el padre volvió a casarse.
Chase tenía un CI casi normal —alrededor de 95— y era, simplemente, un estudiante del montón en la escuela secundaria, allá a mediados de los años 60. Tuvo novias pero las relaciones siempre se rompían cuando llegaban al punto en que él intentaba practicar el sexo y no lograba mantener una erección. No tuvo amigos íntimos ni relaciones duraderas con nadie más que con su familia. Los psiquiatras y psicólogos que le examinaron más tarde opinaron que su deterioro mental empezó a fraguarse en el segundo curso de secundaria, cuando se volvió «rebelde y retador, carecía de ambición y su cuarto siempre estaba desordenado. Fumaba marihuana y bebía mucho». Una de sus antiguas amigas íntimas dijo que empezó a frecuentar a la gente que tomaba LSD. Fue detenido en 1965 por posesión de marihuana y condenado a realizar labores de limpieza en la comunidad.
Cuando esta información se publicó, los periodistas y muchas otras personas interpretaron que Chase había cometido sus asesinatos bajo la influencia de las drogas. Yo no estaba de acuerdo. Aunque las drogas pudieron haber influido en el desarrollo de la grave enfermedad mental que Chase padecía, no jugaron, realmente, ningún papel en los asesinatos. De hecho, nuestras investigaciones han demostrado que, aunque las drogas están presentes en muchos casos de asesinato en serie, raramente son un factor precipitante; las auténticas causas son más profundas y complejas.
Pese a su deterioro, Chase logró terminar los estudios secundarios y tuvo un empleo durante varios meses en 1969; fue el único trabajo en el que duró más de un par de días. Empezó una carrera universitaria, pero no pudo con el ritmo de trabajo o —según recordaron sus amigos— la presión social de la vida universitaria. En 1972 fue arrestado por conducir ebrio. Aquello pareció causarle una gran impresión porque, como él mismo indicó, no volvió a beber más. Sin embargo, fue cuesta abajo. En 1973 lo detuvieron por llevar una pistola sin permiso de armas y resistirse a la detención. Fue a raíz de un incidente en un piso donde gente joven celebraba una fiesta y Chase intentó tocarle un pecho a una chica. Lo expulsaron de la fiesta y, cuando volvió, los chicos se le echaron encima y lo mantuvieron bajo control hasta que llegó la policía. Mientras lo tenían agarrado, una pistola del calibre 22 se cayó de su cinturón. Los cargos se redujeron a una falta, pagó una multa de 50 dólares y salió libre. Era incapaz de seguir en un puesto de trabajo e iba alternando entre la casa de su madre y la de su padre, quienes lo mantenían económicamente.
En 1976, tras intentar inyectarse sangre de conejo en las venas, fue enviado a un psiquiátrico. El juez designó a varios tutores que se encargaran de los asuntos de Chase, aliviando así a los padres de esa responsabilidad; la verdad es que ya para entonces era imposible que una sola persona cuidara de Chase. La tutoría también es un modo de que el Estado se encargue del coste de cuidar de una persona mentalmente trastornada; cualquier familia excepto las más ricas entraría en bancarrota si tuviera que pagar las facturas sin ayuda. Algunas de las enfermeras del psiquiátrico dijeron más tarde que Chase «daba miedo». Cazaba pájaros entre los arbustos y les mordía la cabeza, y varias veces lo encontraron con la cara y la camisa ensangrentadas. En su diario describía cómo mataba animales pequeños y el sabor de la sangre. Dos auxiliares dejaron el trabajo por la presencia de Chase en el hospital. El personal empezó a referirse a él como «Drácula».
Todas estas acciones extrañas tenían una razón, por lo menos en la mente de Chase; creía que estaba siendo envenenado, que su propia sangre se estaba convirtiendo en polvo y que necesitaba sangre ajena para reponer la suya propia y evitar la muerte. Los médicos del centro ordenaron a un enfermero que pusiera a Chase en una habitación con otro paciente una noche. El enfermero se negó a hacerlo porque, si pasaba algo (lo cual era muy posible, según el enfermero), podía perder su licencia. Con la medicación se logró controlar y estabilizar a Chase y, en un momento dado, uno de los psiquiatras quiso darle el alta y tratarlo como paciente externo, y así hacer sitio para pacientes de mayor gravedad. El enfermero recordó: «Cuando nos enteramos de que le iban a soltar, pusimos todos el grito en el cielo pero no sirvió de nada.» Un médico independiente al que se preguntó más tarde cómo fue posible que Chase fuera dado de alta, dijo que probablemente fue porque «su medicación lo tenía bajo control». (Los familiares de las víctimas demandaron más tarde a los psiquiatras que dejaron que Chase saliera del hospital, reclamando una considerable indemnización por daños.)
Chase salió en 1977 y quedó, la mayor parte del tiempo, bajo los cuidados de su madre, que le consiguió una casa, la misma en la que finalmente fue detenido. Pasaba algún tiempo con ella pero solía estar solo. Era paciente externo y vivía gracias a una pensión por discapacidad, alardeando con los que le conocían de que no necesitaba trabajar. Algunas de las facturas de la casa las pagaba su padre, quien también intentaba pasar tiempo junto a su hijo y le llevaba de excursión fines de semana y le compraba regalos. Los antiguos conocidos que se encontraban con él tras su salida del hospital dijeron que parecía vivir anclado en el pasado, que hablaba de sucesos que tuvieron lugar en la escuela secundaria como si fueran recientes y que no comentaba nada sobre los últimos ocho o diez años. De lo que sí hablaba era de platillos volantes, OVNIs y una mafia del partido nazi que, según él, había estado operando en su escuela secundaria y todavía le perseguía. Cuando su madre se quejó de que tenía la casa desordenada, le prohibió la entrada. Cuando su padre fue a rescatarle después del incidente cerca del Lago Tahoe, Chase dijo que los policías locales habían malinterpretado un simple accidente de caza.
Aquel incidente tuvo lugar en agosto de 1977. Desde entonces hasta el descubrimiento de su primer asesinato, las acciones de Chase reflejan con tanta claridad su deterioro mental y la consecuente escalada de su conducta violenta que conviene analizarlas detenidamente. En septiembre, después de una discusión con su madre, Chase mató al gato de ésta. En octubre compró en dos ocasiones perros en la perrera por unos 15 dólares cada uno. El 20 de octubre robó gasolina para su furgoneta por valor de dos dólares; cuando un policía le interrogó al respecto se mantuvo tranquilo, negando la acusación, y el policía le dejó marchar. A mediados de noviembre, respondió a un anuncio en el periódico local que ofrecía cachorros de Labrador y regateó hasta conseguir llevarse dos por el precio de uno. Más tarde, en noviembre, robó un perro en la calle y cuando los propietarios pusieron un anuncio en el periódico preguntando si alguien lo había visto, los llamó para atormentarlos. La policía recibió denuncias sobre la desaparición de otros animales en el barrio.
El 7 de diciembre, Chase fue a una armería y compró un revólver del 22. Tenía que rellenar un formulario con la pregunta de si alguna vez había estado en una institución mental y juró que no. Como había tiempo de espera, tuvo que aguardar hasta el 18 de diciembre para recoger el arma. Mientras tanto, hizo gestiones para renovar los papeles de su furgoneta y realizó algunas otras gestiones que requerían tener una mente coherente. Recortó artículos de periódicos sobre un estrangulador en Los Ángeles y señaló con un círculo anuncios de perros gratis. Su padre le llevó a una tienda para escoger un regalo de Navidad y Chase aceptó un anorak amarillo que no se quitó desde entonces.
Tras recoger el revólver en la tienda el 18 de diciembre y comprar varias cajas de munición, empezó a disparar. Primero, hizo un solo disparo contra un muro sin ventana de la casa de una familia apellidada Phares. Un día más tarde disparó una sola vez contra la ventana de la cocina de los Polenske, partiéndole el pelo a la Sra. Polenske, que estaba inclinada sobre el fregadero. Poco tiempo después, Chase efectuó dos disparos sobre Ambrose Griffin, uno de los cuales lo mató. La casa de los Griffin estaba en frente de la de los Phares. Los disparos contra la Sra. Polenske y Griffin no fueron aleatorios; análisis posteriores demostraron que, al disparar desde un vehículo en movimiento, era difícil no alcanzar los muchos árboles que rodean la casa de los Griffin y darle al alguien en el pecho. La Sra. Polenske tenía muchísima suerte de estar viva.
El 5 de enero de 1978, Chase compró un ejemplar del periódico Sacramento Bee en el que había un editorial de condena social sobre la muerte de Griffin; lo recortó y se lo guardó. El 10 de enero compró tres cajas más de munición. El 16 de enero prendió fuego a un garaje con el fin de expulsar del barrio a unas personas que le habían molestado poniendo la música alta.
El 23 de enero, el día en que mató a Terry Wallin, la policía logró reconstruir todos los movimientos de Chase. Al inicio del día, intentó entrar en una casa del barrio pero en la ventana de la cocina se topó de cara con la mujer que vivía allí. Entonces, se sentó en el patio sin moverse durante algún tiempo. La mujer llamó a la policía pero Chase se fue antes de que llegaran. Pocos minutos después, un hombre sorprendió a Chase cuando éste había entrado ilegalmente en otra casa. Chase huyó, el hombre lo persiguió por la calle, lo perdió y volvió para evaluar los daños. Chase se había llevado algunos objetos de valor, había defecado en una cama de niño y orinado en algunas prendas en un cajón —estos últimos comportamientos son típicos de robos fetichistas—. Una hora después, Chase estaba en el aparcamiento del centro comercial, donde se encontró con la mujer que le conocía de la escuela secundaria y que desconfió de él.
Chase llevaba la camisa manchada de sangre, tenía costras amarillas alrededor de la boca y era tan diferente de como la mujer le recordaba que se quedó pasmada. De hecho, no lo reconoció hasta que él le preguntó si ella estaba en la moto cuando su antiguo novio, un amigo de Chase, se mató en un accidente. Contestó que no y le preguntó quién era. Chase dijo su nombre y ella intentó distanciarse, aduciendo que tenía que ir al banco. Se quedó esperándola, la siguió a su coche e intentó introducirse por el lado del pasajero; ella puso el seguro y salió disparada. Unos minutos más tarde, Chase cruzó el porche de una casa cercana al centro comercial y, cuando el propietario le gritó que no lo hiciera, contestó que sólo estaba tomando un atajo. Entonces, salió de la propiedad y entró en la casa de al lado, la de Terry Wallin.
A mediados de 1978, el cuerpo del niño desaparecido había sido encontrado, también cerca de la casa de Chase. Éste se había negado a contar mucho en la cárcel. El lugar previsto para el juicio se cambió de Sacramento a Palo Alto y hubo más retrasos. Durante el año siguiente, un psiquiatra logró ganarse la confianza de Chase y conversar con él. En una de sus charlas, obtuvo la siguiente confesión bastante extraordinaria, en respuesta a la pregunta de si Chase habría seguido matando:
La primera persona a la que maté fue por accidente. Mi coche estaba estropeado. Quería irme pero no tenía transmisión. Tenía que conseguir una casa. Mi madre no me quería acoger en Navidades. Antes siempre me acogía en Navidades, cenábamos y yo hablaba con ella, con mi abuela y con mi hermana. Aquel año no me dejó ir a su casa y disparé desde el coche y maté a alguien. La segunda vez, las personas habían ganado mucho dinero y tenía envidia. Me estaban vigilando y disparé a una señora —conseguí algo de sangre de aquello—. Fui a otra casa, entré y había una familia entera ahí. Les disparé a todos. Alguien me vio allí. Vi a una muchacha. Ella había llamado a la policía y no habían podido localizarme. La novia de Curt Silva… el que se mató en un accidente de moto, lo mismo que un par de amigos míos y tuve la idea de que lo habían matado a través de la Mafia, que él estaba en la Mafia, vendiendo droga. Su novia recordaba lo de Curt; yo estaba intentando sacar información. Dijo que se había casado con otro y no quiso hablar conmigo. Toda la Mafia estaba ganando dinero haciendo que mi madre me envenenara. Sé quiénes son y creo que se puede sacar esto en un juicio si, como espero, logro recomponer las piezas del puzzle.
El juicio se inició a principios de 1979 y, el 6 de mayo de aquel año, Iris Yang, periodista del Sacramento Bee, describió a Chase: «El acusado estaba totalmente apático. Sombrío, pelo marrón lacio, ojos apagados y hundidos, tez cetrina y delgadez extrema, no le sobra apenas carne en los huesos. Durante los últimos cuatro meses y medio, Richard Trenton Chase, a sólo unas semanas de su 29 cumpleaños, ha estado sentado encorvado, jugando con los papeles que tiene delante de él o con la mirada vacía puesta en las luces fluorescentes de la sala.»
Sólo hubo juicio porque la fiscalía se empeñó en pedir la pena de muerte, basándose en una nueva ley estatal recientemente aprobada en California. La defensa quería que Chase fuera considerado mentalmente enfermo e incapaz de someterse a juicio, pero la fiscalía argumentó que Chase había tenido suficiente «astucia y conocimiento» en el momento de los crímenes para ser considerado responsable de sus actos y tener que responder por ellos. Le acusaron de seis asesinatos en primer grado: Terry Wallin, las tres personas en casa de los Miroth, el bebé muerto y Ambrose Griffin. El jurado sólo deliberó un par de horas y le declaró culpable de todos los asesinatos. El juez lo mandó al corredor de la muerte de San Quintín a la espera de su ejecución en la silla eléctrica.
Yo no estaba de acuerdo en absoluto con el veredicto ni con la orientación que se había dado al caso. Ocurrió en el mismo periodo en que el antiguo inspector del ayuntamiento de San Francisco, Dan White, asesinó al alcalde Mosconi y al inspector Harvey Milk. White alegó que se había vuelto loco porque había consumido un tipo de comida basura, los Twinkies, y su estrategia fue aceptada. Lo mandaron a una cárcel estatal sin pena de muerte. Richard Chase, en cambio, que tenía claramente una enfermedad mental y debería haber pasado el resto de su vida en un psiquiátrico, fue condenado a muerte.
John Conway y yo visitamos a Chase en el corredor de la muerte de San Quintín en 1979. Conway era el enlace del FBI con las cárceles de California y era un tipo excepcionalmente afable, apuesto y sutil que poseía el don de conseguir que los prisioneros hablaran con él. Visitar a Chase fue una de las experiencias más extrañas que jamás tuve. Desde el momento en que entré en la cárcel hasta que me senté en el cuarto donde lo entrevistaríamos, pasé por toda una serie de puertas que se cerraban de golpe tras nosotros, una experiencia opresiva y aterradora. Había estado en muchas cárceles pero ésa fue la más horripilante; me sentía como si estuviera atravesando un punto sin retorno. Conway estaba mucho más entero que yo.
Subimos en varios ascensores y el último nos dejó en el corredor de la muerte. Escuché ruidos extraños, gemidos y otros sonidos casi inhumanos provenientes de las celdas. Nos sentamos en un cuarto a esperar a Chase y lo oímos acercarse por el pasillo. Llevaba grilletes en las piernas y hacía un sonido metálico seco al andar, lo que me hizo pensar en seguida en el fantasma de Marley de los Cuentos de Navidad de Dickens. Además de llevar grilletes, iba esposado y tenía puesto uno de esos cinturones a los que van atadas las esposas. Sólo podía arrastrar los pies a duras penas.
Su aspecto me dio otro susto. Era un hombre joven, flaco, extraño, con el pelo negro y largo, pero lo que realmente me impactó fueron sus ojos. Nunca los olvidaré. Eran como los ojos del monstruo de la película Tiburón. No había pupilas, sólo puntos negros. Eran ojos malvados que recordé durante mucho tiempo después de la entrevista. Casi tuve la impresión de que no podía verme, que más bien miraba a través de mí, sin más. No mostró ninguna señal de agresividad, simplemente se sentó y se quedó pasivo. Tenía un vasito de plástico en las manos, algo de lo que no habló al principio.
Como Chase ya había sido condenado y se encontraba en el corredor de la muerte, no me sentí obligado a empezar con el típico cortejo que empleaba en la primera entrevista con un asesino. Normalmente, tengo que esforzarme por demostrar al preso que soy digno de su confianza y que puede hablar conmigo. Chase y yo hablamos con bastante facilidad, considerando su estado mental. Reconoció haber cometido los asesinatos pero dijo que fue para preservar su propia vida. Me indicó que estaba preparando una apelación centrada en la idea de que se estaba muriendo y había asesinado para obtener la sangre que necesitaba para vivir. Lo que ponía en peligro su vida era el «envenenamiento de jabonera».
Cuando le dije que no conocía la naturaleza del envenenamiento de jabonera, me ilustró al respecto. Todo el mundo tiene una jabonera, dijo. Si levantas la pastilla de jabón y la parte de abajo está seca, estás bien. Pero si esa parte está pegajosa, significa que sufres de envenenamiento de jabonera. Le pregunté por los efectos del veneno y me contestó que convierte la sangre en polvo, lo pulveriza básicamente; la sangre entonces va consumiendo el cuerpo y su energía y reduce las habilidades de la persona.
Al lector esta explicación le puede parecer ridícula o demasiado extraña. Sin embargo, cuando me vi en aquella situación, tenía que reaccionar correctamente. No podía parecer horrorizado o sorprendido y debía tomar la explicación como lo que era: una ilustración del razonamiento de un asesino. La regla que empleamos es que no decimos nada sobre la fantasía y animamos a la persona a seguir hablando. De modo que no podía decir sobre el envenenamiento de jabonera «no existe tal cosa», porque eso no habría servido para nada. Tampoco podía decir, «oh, sí, conozco a personas que han tenido envenenamiento de jabonera». Simplemente acepté su explicación y no me puse a discutir al respecto.
Apliqué la misma regla cuando empezó a contarme que era judío de nacimiento —sabía que no era verdad— y que los nazis lo habían perseguido toda su vida porque tenía una estrella de David en la frente, que procedió a mostrarme. Podía haber dicho, «¡qué chorrada más grande!» o bien el otro extremo, «vaya, qué preciosidad, ojalá tuviera yo una igual». Ninguna de las dos respuestas habría ayudado mucho en la conversación. No veía ninguna estrella de David pero pensé que podía tratarse de una trampa o de una prueba para ver hasta qué punto yo estaba dispuesto a creerme su explicación. Igual me estaba engañando, diciendo que la estrella estaba en su frente cuando en realidad estaba en un brazo o en su pecho, y quería averiguar cuánto sabía yo sobre él. En esa ocasión dije simplemente que no había traído mis gafas, que había poca luz y que no podía ver su marca de nacimiento pero que aceptaba su palabra de que estaba allí. Dijo que los nazis habían estado conectados con los OVNIs que flotan continuamente sobre la tierra y le habían ordenado por telepatía que matara para reponer su sangre. Concluyó su exposición diciéndome: «Así que ya ve, Sr. Ressler, está muy claro que maté en defensa propia.»
Quizá la información más relevante que saqué de la entrevista fue la respuesta que me dio cuando le pregunté cómo había elegido a sus víctimas. Muchos de los anteriores entrevistadores habían sido incapaces de obtener ese dato, pero yo me había ganado la confianza de Chase y él se sintió cómodo contándomelo. Había estado escuchando voces que le decían que matara y simplemente fue de casa en casa, probando si la puerta estaba cerrada o no. Si la puerta estaba cerrada, no entraba. Pero si estaba abierta, entraba. Le pregunté por qué no rompió simplemente una puerta si quería entrar en una casa en particular. «Oh», dijo, «si una puerta está cerrada, significa que no eres bienvenido». ¡Qué delgada era la línea entre los que evitaron ser víctimas de un crimen horrendo y los que sufrieron una muerte atroz a manos de Chase!
Finalmente, le pregunté por el vasito de plástico que llevaba en la mano. Me dijo que era una prueba de que en la cárcel estaban intentando envenenarle. Me lo enseñó y dentro había una sustancia amarilla y pegajosa que más tarde identifiqué como los restos de una cena precocinada de macarrones y quesos. Quería que me lo llevara al laboratorio del FBI en Quantico para que lo analizaran. Era un regalo que no podía rechazar.
La información obtenida en esa entrevista ayudó a la UCC a confirmar el retrato que estábamos elaborando del asesino «desorganizado», que era radicalmente diferente del retrato del asesino «organizado». Chase no se limitaba a encajar en el perfil del asesino desorganizado, sino que se podría afirmar que era su personificación. Nunca he conocido, ni creo que ningún otro policía lo haya hecho, a un tipo que se adecuara mejor a las características del asesino desorganizado. A este respecto, era todo un clásico.
Los otros presos en la cárcel de San Quintín se mofaban de Chase; amenazaban con matarle si conseguían acercarse lo suficiente; y le decían que tendría que suicidarse. Los psicólogos y psiquiatras de la cárcel que examinaron a Chase en aquella época esperaron a que se calmara el revuelo que se había formado en torno a la pena de muerte y luego sugirieron que, dado que era «psicótico, loco e incompetente, y todo esto de manera crónica», fuera trasladado a la prisión de Vacaville, en California, conocida como las «Instalaciones Médicas de California» del sistema penitenciario, el lugar que alberga a los locos criminales. Yo, desde luego, estaba de acuerdo con esa opinión. Para entonces, como creía que el FBI analizaría lo que le daban de comer en la cárcel, Chase también nos escribía a Conway y a mí para decirnos que tenía que desplazarse a Washington, D.C., para trabajar en su apelación. Tenía la convicción de que al FBI le interesaría saber que los OVNIs estaban relacionados con los accidentes aéreos y las armas antiaéreas que los iraníes empleaban contra Estados Unidos. «Sería fácil para el FBI detectar los OVNIs por radar», me escribió, «y verían que me siguen y que son estrellas en el cielo por la noche que se encienden por medio de algún tipo de máquina de fusión controlada».
Fue la última vez que Chase me escribió. Justo después de la Navidad de 1980, lo encontraron muerto en su celda en Vacaville. Había estado ahorrando muchas pastillas antidepresivas de las que recibía para controlar sus alucinaciones y convertirlo en un preso manejable, y se las había tomado todas de una vez. Algunos dijeron que era un suicidio; otros siguieron creyendo que había sido un accidente, que Richard Trenton Chase había ingerido todas las pastillas en un intento de acallar las voces que le habían impulsado a matar y que le atormentaron hasta el día de su muerte.
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