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Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendia. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo
Gabriel García Márquez
mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquél era el principio de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su pro¬funda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
-Es el olor del demonio -dijo ella.
-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal.^ Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogile. Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
By then Melquíades had aged with surprising rapidity. On his first trips he seemed to be the same age as José Arcadio Buendía. But while the latter had preserved his extraordinary strength, which permitted him to pull down a horse by grabbing its ears, the gypsy seemed to have been worn down by some tenacious illness. It was, in reality, the result of multiple and rare diseases contracted on his innumerable trips around the world. According to what he himself said as he spoke to José Arcadio Buendía while helping him set up the laboratory, death followed him everywhere, sniffing at the cuffs of his pants, but never deciding to give him the final clutch of its claws. He was a fugitive from all the plagues and catastrophes that had ever lashed mankind. He had survived pellagra in Persia, scurvy in the Malayan archipelago, leprosy in Alexandria, beriberi in Japan, bubonic plague in Madagascar, an earthquake in Sicily, and a disastrous shipwreck in the Strait of Magellan. That prodigious creature, said to possess the keys of Nostradamus, was a gloomy man, enveloped in a sad aura, with an Asiatic look that seemed to know what there was on the other side of things. He wore a large black hat that looked like a raven with widespread wings, and a velvet vest across which the patina of the centuries had skated. But in spite of his immense wisdom and his mysterious breadth, he had a human burden, an earthly condition that kept him involved in the small problems of daily life. He would complain of the ailments of old age, he suffered from the most insignificant economic difficulties, and he had stopped laughing a long time back because scurvy had made his teeth drop out. On that suffocating noontime when the gypsy revealed his secrets, José Arcadio Buendía had the certainty that it was the beginning of a great friendship. The children were startled by his fantastic stories. Aureliano, who could not have been more than five at the time, would remember him for the rest of his life as he saw him that afternoon, sitting against the metallic and quivering light from the window, lighting up with his deep organ voice the darkest reaches of the imagination, while down over his temples there flowed the grease that was being melted by the heat. José Arcadio, his older brother, would pass on that wonderful image as a hereditary memory to all of his descendants. Úrsula on the other hand, held a bad memory of that visit, for she had entered the room just as Melquíades had carelessly broken a flask of bichloride of mercury. "It's the smell of the devil," she said. "Not at all," Melquíades corrected her. "It has been proven that the devil has sulphuric properties and this is just a little corrosive sublimate." Always didactic, he went into a learned exposition of the diabolical properties of cinnabar, but Úrsula paid no attention to him, although she took the children off to pray. That biting odor would stay forever in her mind linked to the memory of Melquíades. The rudimentary laboratory-in addition to a profusion of pots, funnels, retorts, filters, and sieves-was made up of a primitive water pipe, a glass beaker with a long, thin neck, a reproduction of the philosopher's egg, and a still the gypsies themselves had built in accordance with modern descriptions of the three-armed alembic of Mary the Jew. Along with those items, Melquíades left samples of the seven metals that corresponded to the seven planets, the formulas of Moses and Zosimus for doubling the quantity of gold, and a set of notes and sketches concerning the processes of the Great Teaching that would permit those who could interpret them to undertake the manufacture of the philosopher's stone. Seduced by the simplicity of the formulas to double the quantity of gold, José Arcadio Buendía paid court to Úrsula for several weeks so that she would let him dig up her colonial coins and increase them by as many times as it was possible to subdivide mercury. Úrsula gave in, as always, to her husband's unyielding obstinacy. Then José Arcadio Buendía threw three doubloons into a pan and fused them with copper filings, orpiment, brimstone, and lead. He put it all to boil in a pot of castor oil until he got a thick and pestilential syrup which was more like common caramel than valuable gold. In risky and desperate processes of distillation, melted with the seven planetary metals, mixed with hermetic mercury and vitriol of Cyprus, and put back to cook in hog fat for lack of any radish oil, Úrsula's precious inheritance was reduced to a large piece of burnt hog cracklings that was firmly stuck to the bottom of the pot.
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