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La verídica historia de A Q
III. Noticias más amplias sobre las victorias de A Q
Si bien A Q siempre obtenía victorias de esa clase, sólo se hizo famoso cuando el señor Chao le favoreció con una bofetada en plena cara.
Una vez hubo pagado al alcalde un soborno de doscientas sapecas, se tendió en el suelo, enfadado. Después pensó: «Qué mundo el de hoy, en que el hijo golpea a su padre...»
De pronto recordó el prestigio del señor Chao y cómo ahora era nada menos que su hijo, lo cual le sentirse satisfecho; se levantó y se fue a la tasa, cantando La joven viuda en la tumba de su esposo. En ese momento reconoció que verdaderamente el señor Chao pertenecía a una clase superior a mucha gente.
Tras este incidente, aunque resulte sorprendente, todo el mundo pareció rendirle desusado respeto. Probablemente A Q lo atribuyera al hecho de ser el padre del señor Chao, pero en realidad no era ese el caso. Por lo general, en Weichuang, el que Fulano séptimo golpeara a Fulano octavo, o el que el cuarto Li golpeara al tercer Chang, no era cosa que se tomara en cuenta. Para que los aldeanos consideraran una paliza digna de sus comentarios, tenía que estar relacionada con algún personaje importante como el señor Chao; pero si la clasificación era de primer orden, si el que pegaba era famoso, el que recibía los golpes gozaba también de los ecos de su fama. En cuanto a que la culpa fuese de A Q, se daba por descontado. Ello era debido a que el señor Chao no podía dejar de tener razón. Pero si A Q no tenía ni un adarme de razón, ¿por qué todo el mundo parecía tratarlo con tan inusitado respeto? Esto es difícil de explicar. Podemos adelantar la hipótesis de que tal vez se debiera al hecho de que A Q había dicho pertenecer a la misma familia que el señor Chao, de modo que, aunque hubiese sido castigado, la gente todavía presumiese que debía de haber alguna verdad en lo que había dicho y entonces era más seguro tratarlo con cierto respeto. O bien, el caso podía ser como el del buey del sacrificio en el templo de Confucio: es decir que, aunque el buey estaba en la misma categoría que el cerdo y la oveja del sacrificio —puesto que todos eran animales—, ya que el sabio lo había probado, los confucianos no se atrevían, naturalmente, a tocarlo.
Después de aquello A Q vivió varios años de triunfal satisfacción.
Una vez, en primavera, caminando, ebrio, vio
Bigotes Wang sentado, desnudo hasta la cintura, despiojándose al pie de una muralla, a pleno sol, y ante el espectáculo comenzó a sentir comezón en el cuerpo. El tal Bigotes Wang tenía costras de sarna en el cuerpo y patillas en la cara y todo el mundo le llamaba «Sarnoso Bigotes Wang». A Q omitía la palabra «sarnoso», pero sentía el más profundo desprecio por él. A Q pensaba que, si bien las costras no eran nada excepcional, las patillas eran realmente extraordinarias y la gente no podía sino despreciar a un tipo así. De modo que A Q se sentó a su lado. Si hubiera sido cualquier otro holgazán, A Q jamás se hubiera atrevido a sentarse con tal despreocupación; pero, ¿qué podía temer de Bigotes Wang? A decir verdad, el que él deseara sentarse allí era un honor para Wang.
A Q se quitó la ruinosa chaqueta forrada y la volvió del revés, pero, fuese porque acababa de lavarla, o porque fue demasiado torpe en su búsqueda, hurgó largo rato y sólo encontró tres o cuatro piojos. Por otra parte, vio a Bigotes Wang pescar uno tras otro, en rápida sucesión, y echárselos a la boca produciendo un estallido.
Al principio, A Q se sintió desesperado; luego, resentido: el despreciable Bigotes Wang pescaba tantos, y él había encontrado tan pocos; ¡qué pérdida de prestigio! Estaba ansioso por pillar uno o dos grandes, pero no había ninguno y sólo tras considerables dificultades pudo coger uno mediano, que se echó con energía a su gruesa boca y que mordisqueo con toda su fuerza, sin producir más que un pequeño estallido, inferior en mucho a los ruidos que Bigotes Wang hacía en aquel momento.
Todas sus cicatrices de sarna se pusieron escarlata. Arrojó la chaqueta al suelo, escupió y dijo:
—¡Gusano!
—Perro sarnoso, ¿a quién insultas? —preguntó Bigotes Wang, mirándolo con desprecio.
Aunque en los últimos tiempos A Q gozaba de relativamente mayor respeto y se había vuelto, por tanto, mucho más engreído, cuando se enfrentaba con gente acostumbrada a pelear, se sentía tímido; pero en aquella ocasión se mostró excepcionalmente combativo. ¿Cómo se atrevía a decir impertinencias un tipo con las mejillas peludas?
Al que le caiga el sayo, que se lo ponga —dijo A Q, poniéndose de pie, con las manos en las caderas.
—¿Te pican los huesos? —preguntó Bigotes Wang, levantándose a su vez y poniéndose la chaqueta.
A Q creyó que intentaba huir, de modo que dio un paso adelante y trató de golpearlo con el puño.
Pero antes de que su mano tocara a Bigotes Wang, éste se la había cogido, tirando de ella con tanta violencia que le hizo caer tambaleando contra él. Bigotes Wang le cogió de la trenza y comenzó a arrastrarlo hacia la muralla, para golpearle la cabeza a la manera tradicional.
—«¡Un caballero emplea su lengua, pero no las manos!» —protestó A Q, ladeando la cabeza.
Al parecer Bigotes Wang no era un caballero, porque sin prestar la menor atención a lo que A Q decía, le golpeó la cabeza contra la muralla cinco veces seguidas y luego le propinó un empujón que lo envió trastabillando a dos metros de distancia. Solamente entonces Bigotes Wang se sintió satisfecho y se marchó.
Hasta donde era capaz de recordar, aquélla era la primera humillación de su vida, porque él siempre había despreciado a Bigotes Wang a causa de sus mejillas peludas, pero nunca había sido despreciado por éste ni mucho menos golpeado. Y ahora, en contra de todo lo que cabría esperar, Bigotes Wang le había pegado. Tal vez lo que decían en el mercado fuese verdad: «El emperador ha abolido los exámenes oficiales, de modo que los letrados que los han rendido ya no son necesarios». De resultas de ello, la familia Chao debe de haber perdido prestigio. ¿Sería por eso que la gente la trataba con desprecio?
Allí estaba A Q, irresoluto.
A lo lejos, se veía venir a un hombre, que resultó ser otro de los enemigos de A Q. Era una de las personas de las que éste más abominaba: el hijo mayor del señor Chian. Había ido a la ciudad a estudiar en un colegio extranjero y después se había arreglado de alguna forma para viajar al Japón. Cuando regresó a casa, medio año después, tenía las piernas rectas y su coleta había desaparecido. Su madre lloró amargamente una docena de veces, su mujer trató de arrojarse al pozo tres veces. Más tarde la madre dijo a todo el mundo: «Un bribón le cortó la trenza cuando estaba borracho. Pudo ser funcionario, pero ahora tiene que esperar hasta que le vuelva a crecer».
Sin embargo, A Q no creía en aquella historia e insistía en llamarlo «Falso Demonio Extranjero» y «traidor a sueldo extranjero». Tan pronto como lo vio, comenzó a insultarlo por lo bajo.
Lo que más despreciaba y detestaba en él era su coleta falsa. Cuando un hombre llegaba a tener una trenza artificial casi no se le podía considerar un ser humano; y el hecho de que su mujer no se hubiera lanzado a la noria por cuarta vez demostraba que tampoco ella era una mujer buena.
El «Falso Demonio Extranjero» venía aproximándose —¡Calvo! Burro…—. Antes A Q había insultado sólo como para sí, sin palabras audibles; pero en esta ocasión, debido a su mal humor y debido también a que deseaba expresar su necesidad de venganza, las palabras se deslizaron de su boca, queda e involuntariamente.
Por desgracia el «calvo» llevaba en las manos un pulido garrote de color amarillo que A Q llamaba «el bastón del duelo» y se le acercó a grandes pasos. A Q supo de inmediato que había una paliza en perspectiva y se preparó, contrayendo los músculos y encogiendo los hombros; y, en efecto, se oyó un sonoro golpe que pareció aterrizar sobre su cabeza.
—¡Lo decía por él! —explicó A Q señalando a un niño que andaba por ahí.
¡Paf'! ¡paf! ¡paf!
Por lo que A Q podía recordar, probablemente ésta fuese la segunda humillación de su vida. Felizmente, cuando el ruido de la paliza cesó, le pareció que el asunto estaba liquidado y en cierto modo se sintió aliviado. Además, su preciosa «capacidad de olvido», legada por sus antepasados, produjo efecto. Se fue caminando lentamente y, antes de llegar a la puerta de la taberna, se sintió algo más feliz.
Pero en dirección contraria venia una pequeña monja del Convento del Sereno Recogimiento. En tiempos normales, A Q se habría puesto a maldecir; ¿qué esperar entonces después de sus humillaciones? Inmediatamente se acordó de lo que le había sucedido y se enfureció de nuevo.
—No sabía a qué debía mi mala suerte de hoy, pero, pensándolo bien, debe de ser porque tenía que verte a ti —se dijo.
Se acercó a ella, escupió ruidosamente y dijo:
—¡Ufl ¡Pu!
La monjita no le prestó la menor atención y siguió caminando con la cabeza baja. A Q continuó junto a ella, estiró de repente la mano, le sobó la cabeza recién afeitada y, riendo estúpidamente, le dijo:
—¡Pelada! Vuelve pronto, que tu bonzo te está esperando...
—¿Por qué me pones la mano encima...? —dijo la monja, enrojeciendo, tratando de alejarse rápidamente.
Los hombres que había en la taberna se rieron a carcajadas. A Q, al ver que su hazaña era apreciada, empezó a sentirse estimulado.
—Si el bonzo te puede tocar, ¿por qué no voy a tocarte yo? —dijo, pellizcándole la mejilla.
Los de la taberna volvieron a reír a carcajadas. A Q se sintió aún más complacido y, con el objeto de dar satisfacción a los espectadores, volvió a pellizcarla con fuerza antes de permitirle marchar.
Tras ese encuentro, A Q olvidó a Bigotes Wang y al Falso Demonio Extranjero, como si se hubiera desquitado de toda la mala suerte de aquel día, y, cosa extraña, sentíase mucho mejor que después de la paliza, ágil y ligero como si fuera a flotar en el aire.
—¡Ojalá el maldito A Q muera sin descendencia! —se oyó sollozar a la distancia a la pequeña monja.
—¡Ja, ja, ja! —rió A Q completamente satisfecho.
—¡Ja, ja, ja! —rió la gente en la taberna, también sumamente complacida, aunque no tanto como A Q. |
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