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La verídica historia de A Q
II. Breve recuento de las victorias de A Q
No sólo son inciertos el apellido de A Q, su nombre y su lugar de origen; aún mayor es la oscuridad que reina en relación con sus antecedentes. Ello es debido a que la gente de Weichuang sólo empleaba sus servicios personales, o le tomaba como hazmerreír, sin prestar la menor atención a sus antecedentes. El propio A Q jamás dijo nada sobre el particular; sólo cuando discutía con alguien decía a veces, lanzando una mirada furiosa:
—Nuestra situación era mucho mejor que la tuya. ¿Qué te crees?
A Q no tenía familia y vivía en el Templo de los Dioses Tutelares de Weichuang. Tampoco tenía empleo fijo; hacía trabajos ocasionales para otros: si había trigo que segar, lo fiaba; si era necesario moler arroz, ahí estaba A Q para hacerlo; si se precisaba un botero, él remaba. Si el trabajo duraba un tiempo considerable, vivía en casa de su patrón, pero se marchaba en cuanto terminaba su tarea. Siempre que había algún trabajo por hacer, la gente pensaba en A Q, pero recordaba sus servicios y no sus antecedentes, y cuando el trabajo estaba terminado, hasta el propio A Q caía en el olvido; y nada digamos de sus antecedentes. Solamente una vez un anciano le elogió diciendo: «¡Qué buen trabajador es A Q!» En aquel momento A Q, con el torso desnudo, indiferente y flaco, estaba de pie ante él y los demás no sabían si la observación había sido hecha en serio o como burla; pero A Q quedó transido de alegría.
A Q, por su parte, tenía muy buena opinión de sí mismo; consideraba a todos los habitantes de Weichuang inferiores a él, incluso a los dos «jóvenes letrados», a quienes estimaba indignos de una sonrisa. Los letrados jóvenes podían llegar a ser bachilleres. El señor Chao y el señor Chian eran tenidos en alta estima por los aldeanos, precisamente porque, aparte de ser ricos, eran también padres de jóvenes letrados, y tan sólo A Q no mostraba signo de especial deferencia hacia ellos, pensando para sí: «Mis hijos pueden llegar mucho más alto».
Además, cuando A Q hubo ido a la ciudad unas cuantas veces, naturalmente, se volvió mucho más vanidoso y empezó a despreciar a los habitantes de la urbe. Por ejemplo, los habitantes de Weichuang llamaban «banco largo» a una tabla de tres pies por tres pulgadas, y él también la llamaba «banco largo», pero la gente de la ciudad decía «banco luengo»; él pensaba: «Están equivocados. ¡Qué ridículo!» Y como, cuando freían pescados cabezones en aceite, los aldeanos de Weichuang los condimentaban con pedazos de chalote de un centímetro de largo, en tanto que la gente de la ciudad ponía el chalote picado muy fino, él se decía: «También en esto se equivocan. ¡Qué ridículo» ¡Pero los aldeanos de Weichuang eran realmente unos rústicos ignorantes que jamás habían conocido el pescado frito de la ciudad!
A Q, que «había tenido mucho mejor situación», que era hombre de mundo y un «buen trabajador», hubiera estado al borde de ser un «hombre perfecto», de no mediar unos cuantos fallos físicos. El más molesto de todos lo constituían unas cicatrices circulares de sarna que habían aparecido en fecha indeterminada en su cuero cabelludo. Aunque estaban en su propia cabeza, A Q parecía no considerarlas del todo honorables, porque evitaba usar la palabra «sarna» u otras de pronunciación semejante, y llegó a perfeccionar este criterio, desterrando las palabras «brillo» y «luz»; y aun las palabras «lámpara» y «vela» fueron consideradas tabú por él. Cuando la prohibición no era respetada, intencionalmente o no, A Q sufría un ataque de rabia y las cicatrices de la cabeza se le ponían rojas. Echaba una mirada al ofensor y, si éste era corto de ingenio, empezaba a insultarlo; si era más débil que él, lo golpeaba. Y sin embargo, cosa curiosa, casi siempre era A Q quien cosechaba la peor parte en estos encuentros, hasta que se vio obligado a adoptar una nueva táctica de acuerdo con la cual se contentaba con mirar furiosamente a su rival.
Pero sucedió que cuando A Q dio en emplear esta mirada furiosa, los holgazanes de Weichuang se dedicaron a hacer aún más bromas a sus expensas. Apenas le veían, fingían sobresaltarse y decían:
—¡Bah! Hay mucha más luz.
A Q se indignaba, como era de rigor, y miraba furiosamente.
—¡Pareciera haber una lámpara de petróleo! —continuaban, sin intimidarse en lo más mínimo.
A Q no podía hacer nada, pero rebuscaba en su cerebro una respuesta con que vengarse: —Ni siquiera mereces...— En ese momento, hasta las cicatrices de sarna de su cuero cabelludo daban la impresión de ser algo noble, honorable, y no vulgares cicatrices de sarna. Sin embargo, como dijimos más arriba A Q era hombre de mundo y se daba cuenta de que había estado a punto de violar el tabú, de modo que se abstenía de decir nada más.
Pero los holgazanes no quedaban satisfechos y continuaban molestándole; finalmente, llegaban a golpes. Sólo cuando A Q estaba derrotado a todas luces, cuando le habían tirado de la coleta de color amarillento y le habían golpeado la cabeza contra la muralla cuatro o cinco veces, se iban los holgazanes, satisfechos de su victoria. A Q se quedaba allí un momento, diciéndose a sí mismo: «Es como si me hubiera pegado mi propio hijo. ¡A lo que ha llegado mundo!». Después de lo cual también se iba, satisfecho de haber obtenido la victoria.
A Q solía contar a los demás todo lo que pensaba, de manera que quienes se burlaban de él conocían estas victorias psicológicas y entonces, el que le tiraba de la coleta o se la retorcía, le decía:
—A Q, ésta no es la paliza de un hijo a su padre, sino la de un hombre a una bestia. Di: ¡un hombre golpea a una bestia!
Y entonces A Q, sujetándose la base de su trenza con ambas manos con la cabeza ladeada, decía:
—Pegándole a un animal... ¿Qué te parece? Yo soy un animal. ¿No me dejas aún?
No obstante ser un animal, los holgazanes no le permitían marcharse sino después de haberle golpeado la cabeza cinco o seis veces contra cualquier cosa que hubiera a mano; después de lo cual se iban felices de haber obtenido la victoria y confiados en que esta vez A Q estuviese liquidado. Pero a los diez segundos, también A Q se iba, satisfecho de haber obtenido la victoria, pensando que era «el primer denigrado de sí mismo» y que después de quitar «denigrador de sí mismo», quedaba «el primero». ¿Acate el primero de los graduados en el examen imperial no era «el primero»? ¿Qué te imaginas? —decía.
Después de emplear tales astucias para quedar a la altura de sus enemigos, A Q corría feliz a la taberna a beber unos cuantos tazones de vino, a bromear con los demás otra vez, a amar broncas de nuevo, obtener la victoria nuevamente, para regresar al Tem-plo de los Dioses Tutelares con el alma henchida de gozo y quedarse dormido apenas se acostaba.
Si tenía dinero, se iba a jugar. Un grupo de individuos se acomodaba en el suelo y A Q se instalaba allí, con el rostro empapado en sudor, gritando más fuerte que nadie:
—¡Cuatrocientos al dragón azul!
—¡Eh, abre aquí! —decía el de la banca, también con la cara bañada en transpiración, abriendo la caja y cantando—. Puertas Celestiales... ¡Nada para el Cuerno...! La Popularidad y el Pasaje no se detienen en ellos... ¡Venga el dinero de A Q!
—Cien al Pasaje... ¡Ciento cincuenta!
Al son de esta música, el dinero de A Q iba pasando a los bolsillos de los otros, cuyos rostros estaban empapados en transpiración: Finalmente, se veía obligado a salir de allí abriéndose paso a codazos y se quedaba en la retaguardia, mirando el juego con preocupación por la suerte ajena, hasta que terminaba; entonces regresaba de mala gana al Templo Tutelar. Y al día siguiente iba a su trabajo con los ojos hinchados.
Sin embargo, la verdad del proverbio «La desgracia puede ser una bendición disfrazada» quedó en evidencia cuando A Q tuvo la desgracia de ganar una vez en el juego, para sufrir al final una cruel derrota.
Fue en la tarde del Festival de los Dioses en Weichuang. De acuerdo con la costumbre, se representaba una obra teatral; y cerca del escenario, también de acuerdo con la costumbre, había numerosas mesas de juego. Los tambores y batintines del teatro resonaban a tres millas del que llevaba la banca. Jugó una y otra vez con éxito: sus sapecas de cobre se transformaron en monedas de diez, sus monedas de diez en yinyuanes, y sus yinyuanes formaron montones. En su excitación gritaba:
—¡Dos yinyuanes a las Puertas Celestiales!
Nunca supo quién había comenzado la pelea, ni por qué razón. El ruido de las maldiciones, los golpes y las pisadas se mezclaban confusamente en su cabeza y, cuando se puso de pie, las mesas de juego habían desaparecido, igual que los jugadores. Varias zonas del cuerpo le dolían como si hubiera sido golpeado y pateado, y algunas personas le observaban con asombro. Sintiendo que algo iba mal, se marchó al Templo Tutelar y, cuando recuperó la calma, se dio cuenta de que su montón de yinyuanes había de-saparecido. Y, como la mayoría de los tahúres del Festival no eran de Weichuang, ¿dónde iba a buscar a los culpables?
¡Un montón tan blanco y refulgente de dinero! Todo había sido suyo... Pero ahora había desaparecido. Considerar esto como equivalente a ser robado por su propio hijo, no era consuelo para él; tomarse por un animal, tampoco le consolaba; de modo que esta vez sí que sintió alguna amargura de derrota.
Pero pronto transformó su derrota en triunfo. Alzando su mano derecha, se golpeó el rostro dos veces, hasta que enrojeció de dolor. Su corazón se sintió más liviano, porque creía que quien había dado los golpes era él mismo, en tanto que el castigado era el otro yo, y no tardó en tener la sensación de haberle pegado a otra persona, pese a que el rostro todavía le dolía. Se acostó satisfecho de haber obtenido la victoria.
Se durmió enseguida. |
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