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Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por un instante—un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. «En el mundo están ocurriendo cosas increíbles -le decía a Úrsula-. Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros.» Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.
Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.
One Hundred Years of Solitude ----Chapter One 4
When the gypsies came back, Úrsula had turned the whole population of the village against them. But curiosity was greater than fear, for that time the gypsies went about the town making a deafening noise with all manner of musical instruments while a hawker announced the exhibition of the most fabulous discovery of the Naciancenes. So that everyone went to the tent and by paying one cent they saw a youthful Melquíades, recovered, unwrinkled, with a new and flashing set of teeth. Those who remembered his gums that had been destroyed by scurvy, his flaccid cheeks, and his withered lips trembled with fear at the final proof of the gypsy's supernatural power. The fear turned into panic when Melquíades took out his teeth, intact, encased in their gums, and showed them to the audience for an instant—a fleeting instant in which he went back to being the same decrepit man of years past—and put them back again and smiled once more with the full control of his restored youth. Even José Arcadio Buendía himself considered that Melquíades' knowledge had reached unbearable extremes, but he felt a healthy excitement when the gypsy explained to him atone the workings of his false teeth. It seemed so simple and so prodigious at the same time that overnight he lost all interest in his experiments in alchemy. He underwent a new crisis of bad humor. He did not go back to eating regularly, and he would spend the day walking through the house. "Incredible things are happening in the world," he said to Úrsula. "Right there across the river there are all kinds of magical instruments while we keep on living like donkeys." Those who had known him since the foundation of Macondo were startled at how much he had changed under Melquíades' influence.
At first José Arcadio Buendía had been a kind of youthful patriarch who would give instructions for planting and advice for the raising of children and animals, and who collaborated with everyone, even in the physical work, for the welfare of the community. Since his house from the very first had been the best in the village, the others had been built in its image and likeness. It had a small, well-lighted living roost, a dining room in the shape of a terrace with gaily colored flowers, two bedrooms, a courtyard with a gigantic chestnut tree, a well kept garden, and a corral where goats, pigs, and hens lived in peaceful communion. The only animals that were prohibited, not just in his house but in the entire settlement, were fighting cocks.
Úrsula's capacity for work was the same as that of her husband. Active, small, severe, that woman of unbreakable nerves who at no moment in her life had been heard to sing seemed to be everywhere, from dawn until quite late at night, always pursued by the soft whispering of her stiff, starched petticoats. Thanks to her the floors of tamped earth, the unwhitewashed mud walls, the rustic, wooden furniture they had built themselves were always dean, and the old chests where they kept their clothes exhaled the warm smell of basil.
José Arcadio Buendía, who was the most enterprising man ever to be seen in the village, had set up the placement of the houses in such a way that from all of them one could reach the river and draw water with the same effort, and he had lined up the streets with such good sense that no house got more sun than another during the hot time of day. Within a few years Macondo was a village that was more orderly and hard working than any known until then by its three hundred inhabitants. It was a truly happy village where no one was over thirty years of age and where no one had died.
Since the time of its founding, José Arcadio Buendía had built traps and cages. In a short time he filled not only his own house but all of those in the village with troupials, canaries, bee eaters, and redbreasts. The concert of so many different birds became so disturbing that Úrsula would plug her ears with beeswax so as not to lose her sense of reality. The first time that Melquíades' tribe arrived, selling glass balls for headaches, everyone was surprised that they had been able to find that village lost in the drowsiness of the swamp, and the gypsies confessed that they had found their way by the song of the birds.
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